No podemos decir que la vida nos prepare para despedir a nuestros padres, pero de alguna manera asumimos que en algún momento esa va a suceder. E igualmente, sin importar la edad de nuestros padres, la despedida siempre es dolorosa y es triste.
Sin embargo, tener que despedir a un hijo o a una hija, a un esposo o esposa joven, a un hermano en la plenitud de la vida, a un yerno muy cercano, a un amigo fiel, a una persona que estaba llena de sueños, de esperanzas, de alegría, de ilusiones, es algo que causa un dolor muy difícil de poder explicar. No hay palabra que defina ese dolor.
Pero ese dolor es el dolor que tuvieron que atravesar los familiares de Gabriel Ursini aquella mañana en la que fue salvajemente ultimado por delincuentes que sin ningún respeto por la vida ajena, entraron a robar y amenazaron de muerte a una vecina de Gabriel.
Lo que pasó le hemos leído en los diarios, lo vimos en la televisión, lo compartimos en las charlas que durante esas horas de incertidumbre y angustia nos reunieron primero en las puertas del Hospital y luego en una casa velatoria.
Gabriel y Eduardo actuaron desde lo que su vocación de servicio les demandaba. Pero fueron mucho más allá, dejando la seguridad de sus casas para salir en auxilio de una víctima inocente de la barbaridad de quienes no merecen ser llamados personas. Ambos se enfrentaron con la muerte, aceptando que ese podía llegar a ser el precio de la entrega, de la solidaridad, de la mano abierta a la necesidad de otro ser humano.
La mayor de las tristezas golpeó las vidas de Analía, Julieta y Ángeles (esposa e hijas de Gabriel), de Gildo y Cora (sus padres, Cora aún sin saberlo), de Claudia y Jorge (sus hermanos), de Eduardo y Lucía (sus suegros) y de tantos que lo querían bien. El mayor de los golpes conmovió a sus compañeros de la seccional cuarta y a tantos otros.
Y en medo de todo eso, entre lágrimas que no podían contenerse, entre pedidos desesperados de justicia, entre abrazos que intentaban transmitir lo que las palabras no podían, entre miradas de incredulidad y horas sin sueño, la Palabra de Dios se anunció como consuelo a los tristes, como fuerza para los cansados, como ánimo para los desanimados, como calidez para los corazones fríos y como esperanza para todos.
En esa Palabra de Dios, vivida en la comunidad de fe, aquí o allá, no importa, está la posibilidad de encontrar un poco de sentido para lo que viene, para el tiempo de la ausencia, del vacío, de la soledad…
Gaby ya no está físicamente entre nosotros, pero tenemos la certeza que nace de la fe: él vive con Dios, en el lugar que él dispone para cada uno de sus hijos e hijas. Y sabemos que en cada baile de Julieta, en cada sonrisa cálida de Ángeles, en cada mirada nostálgica de su esposa o de sus padres y hermanos, en cada buen recuerdo de sus seres queridos y amigos, su nombre es honrado y celebrado.
Gracias, Señor, por regalarnos a Gabriel, por dejarnos ser parte de su vida en estos años. Gracias también por sostenernos en la prueba y en el dolor y por renovar nuestras fuerzas para seguirte sin desmayar.
Pastor Gerardo Oberman
Publicado en Boletín Como el agua, diciembre de 2008
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